domingo, 29 de abril de 2018

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Lluvia de chatarra: 100 toneladas de basura espacial caen al año en la Tierra.

Más de 7.000 toneladas de chatarra satelital vuelan alrededor de la Tierra. El primer objetivo es detectar todos los fragmentos. El último: deshacerse de ellos.


El cielo comenzó a escupir bolas de metal. La primera impactó en Pozorrubio de Santiago, en la provincia de Cuenca. Cuando en 1957 Rusia lanzó el primer Sputnik, al parecer nadie se preocupó por lo que pasaría con los satélites cuando se les acabara el combustible, sufrieran un accidente o, simplemente, dieran por finalizada su misión. Tras seis décadas de carrera espacial y más de 7.000 aparatos enviados al universo, esa dejadez tiene una consecuencia evidente: muchos se quedan allí, acumulándose en un vertedero flotante. Como un descomunal enjambre, hoy rodean el globo unas 7.000 toneladas de desperdicios, en parte satélites completos y en parte fragmentos resultantes de explosiones y choques, así como piezas de los cohetes con los que se propulsan. A ellos se suman, en el gran basurero que nos rodea, los micrometeoritos de origen natural.

Fragmento de satélite. Durante su lanzamiento en 1996 en la Guayana Francesa, un problema en el cohete hizo que se autodestruyera. Se recuperaron algunas piezas como esta.


Los desechos se amontonan especialmente en dos regiones del firmamento, las que mayores ventajas ofrecen para el funcionamiento de los satélites. El 70% de los desperdicios se aloja en una franja del espacio que se extiende entre los 200 y los 2.000 kilómetros de altura. Es la llamada LEO, órbita baja que rodea a la Tierra. Es donde vuelan los satélites que mapean el planeta para la agricultura o la observación del cambio climático. Ahí también, a unos 400 kilómetros de altura, navega la Estación Espacial Internacional (EEI), centro de investigación permanentemente tripulado. Aquí, la basura no solo pone en peligro al equipamiento, sino, lo que es peor, a las personas. Para evacuar el espacio de satélites muertos, los operadores deberían dejar una reserva de combustible suficiente para devolverlos a tierra una vez finalizada su vida útil. Por su cercanía a nuestro planeta, en esta región baja la gravedad terrestre termina haciendo el trabajo. Aunque lentamente: con el tiempo, el deterioro orbital provoca que los objetos acaben reentrando en la atmósfera al cabo de varios o incluso cientos de años, dependiendo de la distancia. Antes de tocar el suelo terrestre suelen desintegrarse, pero a veces sobreviven para espanto de quienes los ven caer, como ocurrió en 2015 en el sureste de España.


La otra zona del espacio donde se encuentran los residuos es la órbita geoestacionaria, GEO. Esta se halla mucho más lejos, a unos 36.000 kilómetros de altura. Al girar en sincronía con la Tierra, las naves que vuelan en la GEO parecen quietas con respecto a un punto fijo. Esa característica tan especial hace de este anillo un terreno muy cotizado por los operadores de satélites de telecomunicaciones. Que son, económicamente hablando, los más rentables. Allí no hay tanta basura, porque los satélites se tienen controlados. Aquí el quid reside en los precios: cada posición orbital en la GEO, que se asigna a los países a través de la Unión Internacional de Telecomunicaciones cuesta mucho dinero. Por eso los operadores se encargan de dejar combustible para lanzar los satélites difuntos más lejos, a la llamada órbita cementerio, aún más lejana. De este modo, el hueco que se libera se puede usar para colocar otro satélite.
Entre los precavidos ya hay voces que alertan de que esta solución solo servirá para perpetuar el entuerto. La órbita cementerio es un lugar donde podemos tener vigilados los satélites, que no deberían desplazarse [por el deterioro orbital] a las órbitas operativas en al menos cien años. Así que sabemos que por lo menos en un siglo no va a causar problemas. La buena noticia, que la gente se está concienciando y empieza a haber una legislación. ¿La mala? Aunque Naciones Unidas propone directrices a través de su Oficina para Asuntos del Espacio Exterior, estas no son de obligado cumplimiento. Al final, unos operadores siguen las reglas y otros no. Y nadie tiene responsabilidades.
Por su evidente valor, las órbitas LEO y GEO, así como otras regiones del espacio, se encuentran bajo protección de la ONU. Pero, dado el carácter no preceptivo de la normativa internacional, su futuro depende de las medidas que cada país y agencia espacial quieran adoptar. Los expertos urgen en este sentido la intervención política, más aún teniendo en cuenta que gigantes como Boeing o SpaceX han anunciado el lanzamiento de “megaconstelaciones” de miles de satélites de telecomunicaciones, con los que pretenden conectar el planeta a través de la Red de banda ancha. 


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