domingo, 29 de abril de 2018

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La ilusión de una vida sin Internet.

El derecho a desconectar solo funcionará para unos privilegiados. Es necesaria una reforma más profunda para civilizar el capitalismo digital.


La carrera mundial para controlar y civilizar el capitalismo digital está en marcha. En Francia, el 1 de enero de 2017 entró en vigor el llamado “derecho a desconectar”, que exige a las empresas de más de 50 empleados que negocien explícitamente el trabajo y la disponibilidad de sus asalariados terminada la jornada laboral. En 2016, los diputados del Parlamento de Corea del Sur debatieron una ley similar. A principios de febrero, en Filipinas, un congresista presentó una medida de ese tipo y obtuvo el respaldo de un influyente sindicato local. Es de suponer que va a haber más leyes así, sobre todo porque muchas empresas ya han hecho concesiones parecidas incluso sin que hubiera leyes aprobadas.
¿Qué debemos pensar de este nuevo derecho? ¿Será como el “derecho al olvido”, otra nueva medida que aspira a compensar a los usuarios normales por los desagradables excesos del capitalismo digital? ¿O se limitará a dejar las cosas como están y a darnos falsas esperanzas, sin abordar la dinámica fundamental de la economía globalizada?
En primer lugar, no está de más cierta claridad. Calificar el privilegio de no contestar a correos de trabajo fuera de las horas de oficina como “derecho a desconectar” es un poco engañoso. Tal y como ha sido planteada, esta definición tan limitada deja fuera muchos otros tipos de relaciones sociales en las que la parte más débil puede desear una desconexión permanente o temporal, y en las que la necesidad de estar conectados se traduce en una oportunidad para que algunos saquen rédito o para que otros abusen descaradamente de su poder. Al fin y al cabo, la conectividad no solo es un medio de explotación, sino también de dominación; afrontarlo solo en el ámbito del trabajo simplemente no es suficiente.
Pensemos, por ejemplo, en todos los datos que generamos al estar en la ciudad inteligente, la vivienda inteligente o incluso el vehículo inteligente. Que esos datos que generamos tienen gran valor no es un secreto para nadie. Las instituciones públicas también utilizan nuestra presencia en Internet para juzgarnos. Por ejemplo, parece que los funcionarios de fronteras de Estados Unidos ya están preguntando a algunos viajeros extranjeros qué cuentas operativas tienen en las redes sociales.

¿Qué conseguimos de verdad si obtenemos el derecho a no mirar los correos de trabajo y ese tiempo ganado lo invertimos en Facebook?

¿Podemos permitirnos el lujo de “desconectar” de las compañías de seguros, los bancos y las autoridades de inmigración? En principio, sí, siempre que seamos capaces de asumir los costes sociales y económicos (cada vez mayores) de esa desconexión y ese anonimato. Los que intenten desvincularse tendrán que acabar pagando el privilegio, en forma de tipos de interés más altos, cuotas de seguros más caras y más pérdida de tiempo intentando asegurar al funcionario de inmigración que sus intenciones son pacíficas.
En segundo lugar, si los que profetizan la llegada del trabajo digital —la idea de que, con los datos que generamos, al usar los servicios digitales más básicos ya estamos produciendo un inmenso valor económico— tienen razón, es evidente que no solo es “trabajo” responder a los correos profesionales, sino incluso a los personales. No nos damos cuenta, por supuesto; seguramente, casi todos pensamos —y no nos falta razón— que nuestro uso de las redes sociales no es más que otra adicción.
Pero es una adicción que tiene unos orígenes muy tangibles: muchas plataformas que captan nuestra atención están diseñadas precisamente para eso y para que divulguemos, a base de clics, la mayor cantidad posible de datos personales. La razón por la que las redes sociales son tan adictivas es porque están cuidadosamente diseñadas —y probadas con millones de usuarios— para provocar una dependencia duradera.

La conectividad no es solo un medio de explotación, sino también de dominación. Afrontarlo solo en el ámbito del trabajo no es suficiente

¿Qué conseguimos de verdad si obtenemos el derecho a no mirar nuestros correos de trabajo, pero ese tiempo ganado lo dedicamos, medio hipnotizados, a dar al botón de “actualizar” en Facebook o ­Twitter? Habrá unas empresas —nuestros lugares oficiales de trabajo— que saldrán perdiendo, porque no podrán contar con que estemos siempre disponibles, mientras que otras, las que están informalmente a nuestra disposición —como Facebook y ­Twitter— serán las beneficiadas, porque les proporcionaremos los datos que necesitan para seguir creciendo.
Mientras no desarrollemos otra economía de las comunicaciones digitales —lo que, a estas alturas, significaría desarrollar otra economía del conocimiento—, no existe más que una manera de luchar contra esa adicción: la desconexión. Pero en ese caso no hay que considerar la desconexión como un derecho, sino como un servicio; es decir, podemos pagar una tarifa mensual para utilizar sofisticados programas que limiten nuestro acceso a Facebook o ­Twitter. O podemos pagar un poco más y llenar nuestro teléfono de una docena de apps de mindfulness que nos proporcionen todos los beneficios del zen sin el lastre espiritual del budismo. O podemos pagar por el privilegio de pasar unas semanas en un campamento de desintoxicación de Internet de los muchos que están abriéndose en todo el mundo.
La solución es siempre la misma: si pagas, podrás disfrutar de las libertades que antes dabas por sentadas. El remedio no está en el ámbito de los derechos políticos, sino en el mercado, al que tienen acceso algunos, tal vez a distintos precios.
Por consiguiente, sacado del contexto inmediato de la relación entre jefe y empleado, el “derecho a desconectar” es un arma tan poderosa en la lucha contra la ansiedad y el estrés como el derecho a la abstinencia en la lucha contra el alcoholismo. Y cuando se examina de cerca la nueva ley, ni siquiera es evidente que tenga mucha fuerza como arma contra los abusos de los jefes, porque no está claro que sea posible aplicarlo a la llamada gig economy, la economía de los encargos concretos.
¿Por qué? Es cierto que, en teoría, la ventaja de trabajar como contratista independiente, ya sea como conductor de Uber o mensajero de Deliveroo, es la libertad y la autonomía que nos conceden las plataformas digitales: los horarios pueden ser flexibles y ajustarse en función de nuestras preferencias y nuestras necesidades. Ahora bien, la realidad es muy distinta. En primer lugar, para poder tener unos ingresos aceptables con ese sistema, uno tiene que estar dispuesto a hacer jornadas interminables y a estar disponible a todas horas.
En segundo lugar, si uno se niega a aceptar pasajeros o llevar paquetes a determinadas horas, su reputación en la plataforma digital puede verse perjudicada, lo cual puede incluso desembocar en una suspensión. De ahí la paradoja: los trabajadores a la pieza no necesitan desconectarse, porque nadie les obliga a trabajar, pero la dinámica de la plataforma hace que sea casi estructuralmente imposible una verdadera desconexión. Como consecuencia, en el ámbito de esta economía tan flexible y a menudo precaria, el derecho a desconectar tiene escaso sentido; su aparente flexibilidad oculta el hecho de que la única forma de triunfar en ella es estar siempre preparado y disponible para hacer un trabajo.
Así que nos encontramos en la curiosa situación de que los trabajos normales, ya protegidos, obtienen ventajas adicionales como el “derecho a desconectar”, mientras que los trabajos desprotegidos y precarios de la gig economy se extienden cada vez más, entre otras cosas, a condición de que ese derecho pueda infringirse con la mayor frecuencia posible.
No hay duda de que los partidos tradicionales, en particular los socialdemócratas, podrán beneficiarse si proclaman su compromiso con el “derecho a desconectar”. Pero, en su forma actual, ese derecho, pensado para ordenar el trabajo regulado y protegido, no tiene en cuenta en absoluto de dónde proceden muchas otras presiones para estar conectados en todo momento. Para que el derecho a desconectar tenga verdaderamente contenido debe estar vinculado a una visión mucho más amplia y radical sobre qué hacer para que una sociedad con esa riqueza de datos conserve ciertos elementos esenciales de igualdad y justicia. Sin esa visión, este derecho no protegerá más que a los que ya viven bien y obligará a los demás a buscar soluciones —como las apps de mindfulness— en el mercado

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Cinco ‘apps’ para hacer voluntariado.

Desde iniciativas en tu ciudad hasta ofertas para ayudar en acciones sociales a cambio de alojamiento, estas son algunas propuestas.


Según un reciente informe del Observatorio de la Plataforma del Voluntariado, actualmente 2,2 millones de españoles dedican parte de su tiempo a alguna causa social, lo que supone el 5,8% de la población mayor de 18 años. Del 94,2% restante, al 28% le gustaría convertirse en voluntario, pero no lo hace debido a cuatro razones principales: la falta de tiempo, la cantidad de requisitos exigidos por las ONG para sumarse a sus iniciativas, la escasez de información sobre estas actividades y la falta de confianza. Sin embargo, algunas de estas barreras pueden derribarse a través de las aplicaciones móviles, dado que existen propuestas para localizar campañas sociales, comprobar la valoración que hacen los usuarios de sus respectivos organizadores y sumarse a ellas con un par de clics desde el teléfono. Estos son algunos ejemplos.


Welever

Resultado de imagen de weleverLanzada en noviembre de 2017, Welever es una plataforma tecnológica que coordina el voluntariado en empresas, universidades, ONG y ciudades para impulsar la consecución de los 17 Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) definidos por Naciones Unidas. Para aquellos que quieran sumarse a campañas sociales a título particular, esta iniciativa de origen español dispone de una aplicación para iOS y Android desde la que se pueden encontrar oportunidades de colaboración en función de las propias habilidades, la disponibilidad horaria y la ubicación.

Basta con un simple registro en el que hay que facilitar una dirección de correo electrónico, solicitar la participación en una iniciativa concreta y esperar a que el responsable de la misma la apruebe. Para inscribirse en una actividad es necesario tener más de 16 años y para crear una campaña propia e invitar a colaboradores la edad mínima es de 18 años.
Una vez que la acción finaliza, los organizadores y los participantes se valoran entre sí, de manera que se va creando el currículum social de cada miembro de Welever.

Hacesfalta.org

Resultado de imagen de hacesfalta.orgDesde su nacimiento en 1999, la Fundación Hazloposible, que también está comprometida a través de distintos proyectos con la consecución de los ODS, ha propiciado cerca de 8 millones de conexiones entre personas y ONG para espolear la participación de la sociedad en causas solidarias. Con el fin de adaptarse a los nuevos tiempos, el pasado diciembre esta organización presentó su nueva app para iOS y Android a través de una campaña que proponía luchar contra “los enemigos del voluntariado” a través de la tecnología. En concreto, la aplicación Hacesfalta.org planta cara a la falta de confianza, de conocimiento y de tiempo mediante una propuesta para encontrar oportunidades de colaboración entre más de 8.000 ONG.
Un sistema de valoración permite conocer las opiniones de las ONG aportadas por otros usuarios que han colaborado previamente con la organización, para orientar a la hora de decidirse por una acción concreta. Estas propuestas aparecen clasificadas en tres grupos: voluntariado presencial, que muestra las campañas disponibles en España; voluntariado internacional, que recoge las opciones para hacer cooperación en otros países; y voluntariado virtual, una alternativa para ayudar sin necesidad de desplazarse a ningún sitio, al estilo del teletrabajo.
Además de todo lo anterior, Hacesfalta.org también muestra ofertas de empleo para cubrir puestos de trabajo en ONG.

Worldpackers

Resultado de imagen de world packers“Explora el mundo. Viaja, colabora y aprende” es el lema de esta aplicación para iOS y Android que ofrece voluntariado en cien países. Para poder acceder a las opciones disponibles se requiere un registro para el cual hay que facilitar un correo electrónico. Una vez dado ese paso, se puede escoger entre tres tipos de experiencias: Intercambio de trabajo (es decir, tener alojamiento gratuito a cambio de sus propias habilidades), Impacto social (hacerse voluntario en ONG, escuelas y proyectos sociales) y Programa Eco (aprender mientras se ayuda en una eco-villa, una granja o un instituto de permacultura). A continuación, es necesario especificar las habilidades concretas, el tiempo de permanencia y las regiones geográficas de interés e inmediatamente se mostrarán las coincidencias existentes.
Para aplicar a alguna oferta ya se precisa aportar más información y complementar el perfil de usuario para que los organizadores tengan más datos y puedan aprobar la solicitud. Además, es en ese momento cuando se avisa que para continuar adelante hay que convertirse en “miembro verificado” de Worldpackers mediante el pago de 49 dólares. Este desembolso permite solicitar voluntariado a través de esta app durante el plazo de un año, de tal modo que una vez que finaliza ese periodo se necesita volver a pagar otros 49 dólares en el caso de querer inscribirse en otra iniciativa.
Adicionalmente, esta aplicación cuenta con una comunidad con la que es posible contactar con otros voluntarios para resolver dudas y compartir experiencias.

GivingWay

Disponible sólo para Android, esta app funciona de manera muy similar a Worldpackers, con la diferencia de que GivingWay no cobra a los voluntarios por contactar con los organizadores de las iniciativas.
Resultado de imagen de givingwayPara comenzar a utilizarla y encontrar iniciativas de voluntariado en más de cien países es necesario formalizar un registro para el que hay que aportar un correo electrónico. Una vez dado de alta, el usuario debe especificar cuáles son sus preferencias: destino, actividades, tiempo de permanencia y si viaja solo o acompañado. Cuando se ha completado todo el cuestionario, aparecen en la pantalla las propuestas que coindicen con los datos introducidos, así como los comentarios de otras personas sobre esa misma acción o sus responsables. En el caso de querer inscribirse en alguna de las ofertas, hay que rellenar un formulario elaborado por los organizadores y esperar a que estos contacten para evaluar la solicitud.
Una de las pegas es que sólo está en inglés, si bien es cierto que en las propuestas de voluntariado para Latinoamérica casi todos los formularios y las condiciones también se detallan en español.

Moviliza-T

Resultado de imagen de moviliza-T voluntariadoDesarrollada por im3dia comunicación para dispositivos iOS y Android, Moviliza-T es un proyecto social promovido por la organización CECAP Joven para facilitar un punto de encuentro entre la oferta y la demanda de iniciativas de voluntariado.
Para navegar por las distintas propuestas no es necesario ningún tipo de registro, así que nada más instalar la app se despliega en la pantalla el menú de iniciativas, que pueden visualizarse en un listado o en un mapa y son ordenadas de mayor a menor proximidad gracias a la geolocalización del dispositivo. Eso sí, cuando el usuario quiere inscribirse en alguna de las acciones ya es preciso facilitar los siguientes datos: nombre, apellidos, dirección de correo electrónico y un teléfono. Esta información es compartida con los organizadores de la actividad para que puedan contactar con los interesados.
A pesar de que no cuenta con tantas ofertas como las de las anteriores aplicaciones, en Moviliza-T están registradas entidades como Cruz Roja, Accem o Cáritas y en ella es posible encontrar voluntariado nacional e internacional.

UNA NUEVA TEORÍA EXPLICA CÓMO SE FORMARON LAS EXTRAÑAS LUNAS DE MARTE.

Marte tiene dos singulares lunas, que se parecen más a asteroides que a nuestro propio satélite. Fobos y Deimos nacieron hace unos 4.000 millones de años, 600 millones de años después de que se formase el Sistema Solar, pero su origen todavía es un misterio.
Las lunas del planeta rojo deben sus nombres a los dioses gemelos griegos Fobos (pánico) y Deimos (terror), hijos de Ares –que los romanos conocían como Marte–. Ahora, un estudio del Instituto de Investigación del Suroeste (SWRI por sus siglas en inglés) en Boulder (Estados Unidos), apunta a que los dos satélites son también hijos de Marte. Según publica esta semana Science Advances , las dos lunas nacieron principalmente de rocas marcianas expulsadas al espacio tras la colisión con otro cuerpo hace 4.000 millones de años.
Actualmente hay dos teorías sobre el origen de las pequeñas Fobos y Deimos, de tan solo 22 y 12 kilómetros de diámetro, respectivamente. La primera sostiene que son realmente asteroides, procedentes del cinturón entre Marte y Júpiter, y capturados por la gravedad del planeta rojo. La forma en que su superficie surcada de cráteres refleja la luz, muy similar a la de los asteroides, apoya esta teoría.
Otra hipótesis es que nacieron de un impacto, al igual que ocurrió con nuestro satélite, lo que por qué las dos lunas orbitan exactamente en el mismo plano, algo que sería una enorme coincidencia si fuesen dos asteroides independientes.
Tras realizar simulaciones por ordenador, los científicos del SWRI han llegado a la conclusión de que el escenario más plausible para la formación de Fobos y Deimos es que son el resultado de la colisión de un cuerpo de una milésima parte de la masa de Marte, de un tamaño similar al asteroide Vesta o el planeta enano Ceres, menor que lo que otros modelos habían sugerido hasta ahora.
La colisión habría generado un disco de rocas, procedentes tanto de Marte como del otro cuerpo, que habrían dado luz a varias lunas, entre ellas Fobos y Deimos. Las más cercanas al planeta habrían terminado desapareciendo, absorbidas por la gravedad del planeta rojo. Los únicos supervivientes entre los hijos de Marte habrían sido Fobos y Deimos, que orbitan a 9.000 y 23.000 kilómetros de la superficie marciana.

Si el objeto que impactó hubiera sido más grande, habría dado luz a enormes lunas que no habrían permitido que se formasen Fobos y Deimos, explica Julien Salmon, investigador del SWRI y coautor del estudio, por correo electrónico.
La simulación también pronostica que el material del disco, y por lo tanto el que forma a ambos satélites, sería en un 77% de origen marciano. Así pues, Fobos y Deimos deberían tener una composición muy similar a la de Marte, señala Salmon. También deberían carecer de agua, que se habría evaporado por completo en la colisión.
Ambas predicciones las podrá poner a prueba la misión Martian Moons Exploration (MMX) de la agencia espacial japonesa (JAXA), planeada para 2024. Está previsto que la nave sobrevuele las dos lunas y aterrice en Fobos, donde recogerá muestras sobre el terreno que devolverá a la Tierra en 2029. “Estamos esperando con ansias el análisis de las muestras que traerá de Fobos la futura misión de la JAXA, para ver hasta qué punto confirman nuestros resultados”, declara Julien Salmon.

Según la nueva simulación, Fobos y Deimos se formaron como resultado del impacto con un cuerpo de menor tamaño de lo que se pensaba.

Los investigadores también señalan que la colisión que dio luz a Fobos y Deimos también pudo formar uno de los gigantescos cráteres de Marte, que miden alrededor de 3.000 kilómetros de ancho. Por su magnitud, lo más probable es que diera lugar al cráter Utopia en el hemisferio norte o al cráter Hellas en el hemisferio sur.
De dónde vino el objeto que impactó en Marte, no obstante, todavía es un misterio. “Pudo haber sido un gran planetesimal [el embrión de un planeta] local que quedó ahí tras la formación de los planetas, pero también pudo haber sido un objeto que se formó más lejos y que terminó acercándose”, teoriza Julien Salmon.
“Lo que nuestro estudio muestra es que todas las lunas de los planetas rocosos [del Sistema Solar] probablemente se formaron a partir de un proceso común y fundamental: la acumulación de un disco de material generado por un impacto hacia el final de la formación del planeta, hace más de 4.000 millones de años”, remarca el investigador del SWRI. “Es muy interesante el hecho de que este proceso pueda producir tanto un gran satélite, en el caso de la Luna, como dos pequeños objetos, Fobos y Deimos”.
“La simulación que presenta este estudio permite explicar la formación de los dos satélites con un impacto no muy masivo, y por lo tanto de forma simple y elegante”, valora Josep Maria Trigo, investigador del Institut de Ciències de l’Espai (IEEC-CSIC) que no ha participado en la investigación. Los resultados “vienen a confirmar que los impactos entre cuerpos diferenciados fueron bastante comunes y definitivos a la hora de determinar las propiedades finales de cada planeta”, explica por correo electrónico.
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Lluvia de chatarra: 100 toneladas de basura espacial caen al año en la Tierra.

Más de 7.000 toneladas de chatarra satelital vuelan alrededor de la Tierra. El primer objetivo es detectar todos los fragmentos. El último: deshacerse de ellos.


El cielo comenzó a escupir bolas de metal. La primera impactó en Pozorrubio de Santiago, en la provincia de Cuenca. Cuando en 1957 Rusia lanzó el primer Sputnik, al parecer nadie se preocupó por lo que pasaría con los satélites cuando se les acabara el combustible, sufrieran un accidente o, simplemente, dieran por finalizada su misión. Tras seis décadas de carrera espacial y más de 7.000 aparatos enviados al universo, esa dejadez tiene una consecuencia evidente: muchos se quedan allí, acumulándose en un vertedero flotante. Como un descomunal enjambre, hoy rodean el globo unas 7.000 toneladas de desperdicios, en parte satélites completos y en parte fragmentos resultantes de explosiones y choques, así como piezas de los cohetes con los que se propulsan. A ellos se suman, en el gran basurero que nos rodea, los micrometeoritos de origen natural.

Fragmento de satélite. Durante su lanzamiento en 1996 en la Guayana Francesa, un problema en el cohete hizo que se autodestruyera. Se recuperaron algunas piezas como esta.


Los desechos se amontonan especialmente en dos regiones del firmamento, las que mayores ventajas ofrecen para el funcionamiento de los satélites. El 70% de los desperdicios se aloja en una franja del espacio que se extiende entre los 200 y los 2.000 kilómetros de altura. Es la llamada LEO, órbita baja que rodea a la Tierra. Es donde vuelan los satélites que mapean el planeta para la agricultura o la observación del cambio climático. Ahí también, a unos 400 kilómetros de altura, navega la Estación Espacial Internacional (EEI), centro de investigación permanentemente tripulado. Aquí, la basura no solo pone en peligro al equipamiento, sino, lo que es peor, a las personas. Para evacuar el espacio de satélites muertos, los operadores deberían dejar una reserva de combustible suficiente para devolverlos a tierra una vez finalizada su vida útil. Por su cercanía a nuestro planeta, en esta región baja la gravedad terrestre termina haciendo el trabajo. Aunque lentamente: con el tiempo, el deterioro orbital provoca que los objetos acaben reentrando en la atmósfera al cabo de varios o incluso cientos de años, dependiendo de la distancia. Antes de tocar el suelo terrestre suelen desintegrarse, pero a veces sobreviven para espanto de quienes los ven caer, como ocurrió en 2015 en el sureste de España.


La otra zona del espacio donde se encuentran los residuos es la órbita geoestacionaria, GEO. Esta se halla mucho más lejos, a unos 36.000 kilómetros de altura. Al girar en sincronía con la Tierra, las naves que vuelan en la GEO parecen quietas con respecto a un punto fijo. Esa característica tan especial hace de este anillo un terreno muy cotizado por los operadores de satélites de telecomunicaciones. Que son, económicamente hablando, los más rentables. Allí no hay tanta basura, porque los satélites se tienen controlados. Aquí el quid reside en los precios: cada posición orbital en la GEO, que se asigna a los países a través de la Unión Internacional de Telecomunicaciones cuesta mucho dinero. Por eso los operadores se encargan de dejar combustible para lanzar los satélites difuntos más lejos, a la llamada órbita cementerio, aún más lejana. De este modo, el hueco que se libera se puede usar para colocar otro satélite.
Entre los precavidos ya hay voces que alertan de que esta solución solo servirá para perpetuar el entuerto. La órbita cementerio es un lugar donde podemos tener vigilados los satélites, que no deberían desplazarse [por el deterioro orbital] a las órbitas operativas en al menos cien años. Así que sabemos que por lo menos en un siglo no va a causar problemas. La buena noticia, que la gente se está concienciando y empieza a haber una legislación. ¿La mala? Aunque Naciones Unidas propone directrices a través de su Oficina para Asuntos del Espacio Exterior, estas no son de obligado cumplimiento. Al final, unos operadores siguen las reglas y otros no. Y nadie tiene responsabilidades.
Por su evidente valor, las órbitas LEO y GEO, así como otras regiones del espacio, se encuentran bajo protección de la ONU. Pero, dado el carácter no preceptivo de la normativa internacional, su futuro depende de las medidas que cada país y agencia espacial quieran adoptar. Los expertos urgen en este sentido la intervención política, más aún teniendo en cuenta que gigantes como Boeing o SpaceX han anunciado el lanzamiento de “megaconstelaciones” de miles de satélites de telecomunicaciones, con los que pretenden conectar el planeta a través de la Red de banda ancha. 


viernes, 27 de abril de 2018


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Cerebro "en conserva".

Estos científicos afirman haber conseguido mantener vivo un cerebro de cerdo desconectado del cuerpo.

El pasado 28 de marzo, en una conferencia impartida en el Instituto Nacional de Salud de Estados Unidos, se ponía de manifiesto la inquietud causada por una investigación sobre el cerebro. En concreto, sobre cómo reanimar el cerebro de un cerdo y mantenerlo vivo después de que el animal hubiera "muerto".
Con esta investigación, los científicos buscan poder trabajar con un cerebro en las condiciones imposibles de conseguir sin pasar por "la muerte". Pero revivir un tejido no es una tarea sencilla. Las cuestiones técnicas son tan peliagudas como las éticas o morales.  Pero la intención, por supuesto, no es reanimar a un muerto. Al menos no con extrañas intenciones. Las últimas técnicas podrían brindarnos la oportunidad de trabajar con tejidos y patologías hasta ahora imposibles de abordar. Las cuestiones éticas y morales que se levantan ante esta posibilidad son muchas.
Un prestigioso experto en neurociencia de la Escuela de Medicina de Yale, ha cogido cientos de cerebros procedentes de cerdos decapitados en un matadero. Tras esto, se extraían de la cabeza, se perfundían (es decir, se insuflaban con sangre artificial), se calentaban y se simulaban las condiciones corporales de los cerdos. Aunque los detalles están pendientes de publicación, la tecnología, afirma el grupo de investigación, se parece mucho a la usada en la conservación de cualquier órgano pero más especializada. El resultado, comentan, es impresionante: los cerebros volvían a "la vida". Al menos en cuanto a sus tejidos se refiere. O la gran mayoría de ellos, por lo menos.
Los cerebros así tratados serían, literalmente, preservados como órganos vivos, de una forma muy parecida a como se hace con otros órganos para trasplantes. Como cerebros en un tanque, vamos, con sus neuronas funcionando, alimentándose y con sus estructuras funcionales.

En el límite de la muerte.                                                                  A pesar de los daños cerebrales, como decíamos, el equipo de Sestan ha comprobado, según afirman, que los cerebros están increíblemente en buen estado tras preservarlos. El cerebro es el centro de todo lo que somos. En cierto sentido podría decirse que somos cerebros con patas, manos y un surtido variopinto de órganos. Por tanto, si revivimos un cerebro ¿reviviremos también al individuo que lo poseía? La respuesta es: no. Según los datos recogidos, siguiendo las afirmaciones del equipo, el reanimar un cerebro ex vivo no implica que se recupere la actividad cerebral asociada a un ser vivo de verdad. Lo que se observa, más bien, es un estado comatoso, sin actividad. Lo que sí es cierto es que sí se pueden inducir señales y simular la actividad.

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Pero, entonces, ¿no estaríamos generando estímulos en el cerebro? Esta cuestión está causando un gran revuelo en la comunidad científica. ¿Hasta qué punto es un cerebro muerto y reanimado es capaz de sentir? Imaginemos que podemos restaurar todas las funciones sensoriales de un cerebro. ¿Y si conservara los recuerdos? ¿Y el pensamiento razonado? ¿Y si fuera consciente? Sería terrible mantener a un ser encerrado y privado de toda sensación, como un dichoso cerebro en un tanque. Y aunque no hay razón para temerlo, lo cierto es que devolver a la vida a este órgano supone una duda esencial: ¿hemos hecho recular a la muerte? Lo que sí hemos hecho es acercarnos mucho a su límite, por lo menos.




jueves, 26 de abril de 2018

Para poner fin al reinado del plástico, necesitábamos un sustituto: acabamos de encontrar un polímero reciclable hasta el infinito

Un polímero reciclable hasta el infinito.

Baratos, versátiles, ligeros y duraderos. Los plásticos serían el mejor invento del mundo si no fuera por un pequeñísimo detalle: están destrozando el mundo. Literalmente. Y sin embargo, no podemos vivir sin ellos.
Por eso, la búsqueda de un sustituto a los plásticos comerciales está entre las prioridades de los investigadores, los gobierno y la industria. Con poco éxito, eso sí. Ahora un equipo de químicos de la Universidad Estatal de Colorado acaba de presentar un polímero que abre la puerta a la creación de "materiales plásticos" sostenibles y libres de residuos.
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Los polímeros son una amplia clase de materiales caracterizados por largas cadenas de unidades moleculares repetidas químicamente enlazadas llamadas monómeros. Los plásticos, pero también las fibras, las cerámicas o los cauchos, son polímeros. Como dice Eugene Chen, profesor del Departamento de Química de la CSU, "sería nuestro sueño ver materializarse en el mercado un polímero químicamente reciclable".
Un sueño que va camino de hacer realidad. Chen y su equipo llevan trabajando en este sustituto desde hace años. En 2015, ya presentaron un polímero con características muy parecidas a los plásticos comerciales, pero que solo funcionaba en condiciones extremadamente frías. Estoy hacía imposible usarlo en la vida cotidiana.
Ahora, sin embargo, han dado la campanada. Han descubierto ese polímero, uno que según explican los investigadores tiene muchas de las mismas características que disfrutamos en los plásticos (peso ligero, resistencia al calor, durabilidad, etc…) y, además, una reciclabilidad química completa. Al que, por si fuera poco, puede lograrse sin el uso de productos químicos tóxicos o complejos procedimientos de laboratorio.
Los numerosos datos que presentan hacen muy plausible su afirmación de que la nueva estructura resuelve los problemas de los polímeros anteriores y el monómero puede polimerizarse en condiciones ambientalmente normales e industrialmente realistas. Y se puede repolimerizar sin demasiado problema asegurando el ciclo permanente de materiales circulares.
“Estos polímeros se pueden reciclar y reutilizar infinitamente”, dijo Chen. Esto haría que el reciclado del plástico fuera económicamente viable y dejáramos de dar noticias sobre islas de plástico en mitad del Pacífico. No obstante, el nuevo material va a empezar a probarse ahora fuera del laboratorio. Hay que seguir aprendiendo para conseguir un mundo en el que los plásticos no sean un arma de doble filo.